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sábado, 13 diciembre, 2025
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Mundos íntimos. Construimos la escuela para nuestros hijos en Misiones: aquí los padres también somos alumnos

Todavía recuerdo los pasillos de los aeropuertos vacíos durante la pandemia, sobre todo el del JFK la mañana en la que tomamos el último vuelo a Madrid. Cada cual atesora sus anécdotas de aquel año. A nosotros, el Covid nos encontró en Nueva York, nos arrastró por España, nos detuvo un tiempo en Buenos Aires y nos terminó dejando en Posadas: ciudad en la que nací y a la que regresaba veintidós años más tarde. Veintidós años son mucho tiempo. Suficientes para cambiar de oficio, estado civil e incluso de nombre. Suficientes también para que en la capital de la provincia se asfaltaran cientos de calles de tierra, se terminara la avenida costanera que bordea el Paraná y se levantaran decenas de edificios con vista al río.


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Testigos, no protagonistas

Cada vez que salíamos disfrazados con barbijos y armados con alcohol en gel, descubría un nuevo bar, una nueva tienda de vinos o club náutico que, junto al pequeño shopping con su pequeña escalera mecánica, reflejaban las pautas de consumo del recambio generacional. Pero yo venía a Posadas buscando exactamente lo contrario: regresaba para criar. Traía conmigo a un hijo de tres años, un marido español y un embarazo recién estrenado.

Evidentemente, nos costó mucho adaptarnos. Durante el primer año, ni la ciudad ni yo estábamos dispuestas a admitir nuestra incomprensión mutua. En cada reunión y grupo de WhatsApp se discutían las medidas sanitarias, pero si yo contaba lo que habíamos aprendido afuera, las personas asentían sin interés o directamente decían:

–Sí, sí… pero a mí lo que me interesa es lo que hacen acá.

Vistas desde Posadas, las ciudades en las que me había formado, en las que había desarrollado mi trabajo y me había convertido en madre, eran tan remotas como Narnia. Incluso yo misma, ahora que había regresado, era una actualización de la que se había marchado a los 17, como si las dos décadas afuera hubiesen sido un paréntesis. Supongo que es el karma del que regresa: está obligado a reconquistar su lugar. Por algo la Odisea no termina cuando el protagonista llega a Ítaca, sino cuando recupera en ella su lugar. Pero, ¿cuál era ahora mi lugar en Posadas?


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El pizarrón y la pantalla

Entre todos. Andrés Barba, esposo de Carmen Cáceres, con su hijo (remera azul) y un compañero, realizando tareas de carpintería en la escuela. Los padres participan de la comunidad educativa y deben aceptar las diferencias que hay entre ellos.

En esencia, el de una madre. Trabajaba media jornada a la mañana, iba al parque cargada de bolsos por la tarde y mal dormía por la noche. En esas estábamos cuando llegó el momento de inscribir a nuestro hijo en la sala de 4 años, el temido ingreso escolar. Los colegios a los que iban los niños de nuestro entorno estaban bien, pero nos parecían demasiado tradicionales para los desafíos que veíamos en su futuro. Hasta que una tarde, una vecina me envió el link de una escuela “diferente”. Cuando pregunté a mi alrededor, las respuestas fueron homogéneas: “demasiado alternativa”, “no se entiende lo que enseñan”, “son todos hippies”. Estos comentarios sonaron como el canto de las sirenas: sin dudar, nos inscribí en la charla informativa de Pynandí.

El predio quedaba a las afueras de la ciudad y al llegar vimos lo previsible: huertas, aulas, mobiliario, todo de madera. Lo que no esperábamos era que la reunión fuese en el bosque, veinticinco adultos sentados en sillitas, disimulando la incomodad de volver a formar una ronda. Después de las presentaciones habituales, la coordinadora aclaró:

–Seguro leyeron por ahí que en las escuelas Waldorf los chicos no aprenden el contenido oficial; que lo del arte y los oficios suena lindo, pero no preparan a un niño para la vida; que los padres tienen que trabajar y eso hace que la escuela sea más un problema que una solución. Vamos empezar esta reunión por acá, vamos a derribar algunos mitos.

Era comprensible. En un mundo acostumbrado a formar sus opiniones a través de videítos de Instagram, las escuelas Waldorf enfrentan el desafío de explicar su propuesta en un formato que no les resulta natural. En los cuatro años que nos separan de aquella primera reunión, también nosotros fuimos aprendiendo que imparten el mismo contenido oficial que el resto de colegios, sólo que aprovechando otras herramientas además del banco y el pizarrón.

El “ingreso” al colegio, yendo a las aulas que están más atrás. El contacto con el mundo natural es uno de los puntos que defiende la educación no tradicional.

Cuando nuestro hijo estaba en primer grado, varias veces tuvimos que disimular la ansiedad al ver que otros niños de su edad ya leían, mientras que él nos contaba que estaban aprendiendo el abecedario en rondas de movimiento. De pronto, una tarde escuchamos su voz desde el asiento de atrás del coche leyendo perfectamente el cartel: NO TOCAR EL TIMBRE A LA SIESTA, DUEÑO MUERDE. Más adelante pasó algo parecido con las matemáticas. Cada vez que el abuelo le pedía que repitiera de memoria las tablas de multiplicar, el niño se ponía nervioso y se trababa, pero si hacía unos dibujos como de estrellas, era capaz de calcular con precisión cifras grandes.

Una tarde, frente a la tele, nos pidió que le compráramos lanas para tejer en casa. Así nos enteramos que en el aula, cada vez que un niño terminaba la tarea, podía tumbarse en la alfombra del fondo a leer o tejer hasta que terminara el resto. El tejido les ayuda a desarrollar la habilidad concentración. Cuando le compramos una revista de la Scaloneta, lo primero que hizo fue calcar al Dibu, pintó un marco dorado y puso de fondo a la tribuna, porque “el arquero no está flotando solo en la cancha”. No eran dibujos lindos, pero tenían la fuerza de ser verdad. En la pedagogía Waldorf, el arte tiene un valor moral: sólo cuando los niños comprenden que forman parte de un mundo maravilloso, desean respetando.

Por supuesto, muchas de esas iniciativas se practican en otras pedagogías. La diferencia es que aquí dan forma a una ética estricta que protege el desarrollo físico, anímico y espiritual del niño de la insensatez y ritmo modernos. Vistas desde afuera, es normal que parezcan secretistas, y por eso la charla inicial había arrancado así. Antes que nada, deben convencer a las propias familias porque el esfuerzo no tendría sentido si los niños no ven una continuidad entre el aula y la casa. Así que en estos cuatro años, también nosotros empezamos a leer sobre antroposofía y a participar en jornadas de trabajo que funcionaban como espacios de encuentro en los que las familias charlábamos mientras hacíamos cosas útiles con las manos: pintar juguetes, podar árboles, organizar ferias para juntar dinero.

No había obligación de participar y nadie llevaba un registro de los que asistían, y eso al principio nos desconcertó. Rompía la lógica con la que veníamos operando, esa de cumplir consignas y compararnos con los demás. Como si fuera poco, también había que justificarlas en nuestro entorno, que no entendía por qué, si pagábamos una cuota, teníamos que ir nosotros mismos ¡a la escuela, un sábado, a trabajar!

Todavía me cuesta explicar un compromiso que no responde a la lógica “pago un precio-exijo un servicio”. Casi todos éramos de clase media y para despejar una jornada de trabajo, teníamos que renunciar al escaso tiempo libre del que disponíamos. ¿Cómo se explica este otro dar, que genera otro recibir? Tal vez con un ejemplo: se puede pagar a alguien para que corte el pasto, pero no se puede pagar para que tu hijo –al ver cómo desbrozás los surcos junto a las madres y padres de sus amigos– no sólo te pida la pala, sino que dos meses te cuente emocionado que están por cosechar las semillas que pusimos juntos.

En semejante intensidad, no todo era color de rosa. Poco a poco descubrimos roces, cansancio y críticas a la gestión en el pasado. Un momento clave fue cuando nos tocó construir un aula de cero. Tras diez años de vida, la escuela iba a remodelar sus instalaciones siguiendo un plano arquitectónico diseñado con instituciones alemanas. Las aulas Waldorf parecen pequeñas cabañas unidas entre sí por corredores que, en aquel momento, ni siquiera tenían techo.

Construir en Misiones no es lo mismo que hacerlo en Stuttgart, y para colmo en enero. Las familias salimos a buscar donaciones de materiales y pintura, y tuvimos que vender muchas tortas para conseguir un dinero que, ni bien entraba, se diluía con la inflación. No nos poníamos de acuerdo. Medíamos quiénes hacían menos y secretamente les guardábamos rencor. Medíamos quiénes hacían más y los juzgábamos por avasalladores. Estoy segura de que todos en algún momento deseamos dejar de participar, pero a esa altura no podíamos darnos el lujo. Así que una vez más llegaba el sábado y tocaba cruzar la tranquera con nuestros termos llenos de hielo y el tic-tac de marzo pisándonos los talones.

Los chicos corrían por las montañas de arena, nos ayudaban a lijar las maderas y mientras barnizábamos los zócalos, las fricciones que habían crecido en el grupo de WhatsApp se descargaban cara a cara y, con un poco de suerte, se acomodaban en el ritual de la tarea. O al menos eso me pasaba a mí. En ese hacer en comunidad empecé a relativizar la importancia de mis emociones.

Era lo contrario a los aeropuertos vacíos durante la pandemia: la escuela no era un lugar neutral del que podía marcharme convencida de lo que opinaba. Incluso cuando creía que tenía razón, a veces las jornadas de trabajo me dejaban con ese tipo de incomodidad que a toda costa buscan evitar los algoritmos de nuestra época. Pero, ¿de qué otra forma demostrar a un hijo que para construir algo, hace falta unirse a personas que opinan distinto? ¿Cómo mostrarle que la frase sálvense quien pueda no sólo no es la única opción, sino que ni siquiera es la más inteligente?

“Debes alcanzar la seguridad que te permita volverte un ingenuo”, escribió Heinrich Böll. Supongo que en un mundo que valora el cinismo como el mayor signo de inteligencia, el ingenuo tiene algo que muy pocos tienen: el ingenuo cree. Odiseo jamás habría regresado Ítaca si no hubiese tenido la ingenuidad de intuir que, a pesar de los obstáculos, tenía sentido el viaje.

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