El último hombre que quise me acusó de malcriada. Lo hizo al completar los datos de mi biografía cuando supo que fui criada por mis abuelos. Ese pequeño dato le hizo entender ese aire de caprichosa que intento ocultar conscientemente, pero se me desborda en los momentos menos pensado. Podría pensarse que es manía de hija única. Sin embargo, él señaló a los abuelos como causa irrefutable de mi personalidad de estrella de rock frustrada. A mí no ofenden tales acusaciones. Las tengo asumidas, conozco mis lados oscuros de la luna e intento convivir con ellos. En cuanto a mis abuelos, creo que son las personas a quienes les debo respirar todavía en este cosmos.
Nací en Aristóbulo del Valle, Misiones. Soy del interior del interior, como me gusta decir para enarbolar mi federalismo argentino. Mis padres, vecinos de toda la vida, se casaron en su juventud, y luego de mi nacimiento se separaron. Cada uno rehízo su vida, y yo no formaba parte de sus nuevos esquema familiares.
Así que mis abuelos paternos, Amanda y Enrique, hijos de inmigrantes alemanes, asumieron la aventura de hacerse cargo de la niña que quedaba suelta en el árbol genealógico. Me gusta pensarme como esos pajaritos bebés que se caen de los nidos y quedan medio atontados y desubicados entre la fauna y la flora. Hasta que alguien tiene la bondad de rescatarlos. Amanda nació en Brasil, y Enrique en San Javier, Misiones. Se casaron jóvenes, veinticuatro ella, veintidós él, dos escorpianos. Mis abuelos paternos eran personas muy amables, muy queridas por todos.
Mi primera niñez antes de ir a la escuela fue muy solitaria. No había muchos chicos de mi edad en los alrededores. Entonces, desarrollé mucho la imaginación para divertirme. Mis abuelos nunca me dejaban ver dibujos animados, en especial estaban prohibidos los pitufos (les dejo a su criterio los posibles porqués). Pero sí, podía ver los culebrones de Andrea del Boca. Eso colaboró con mis investigaciones sobre el desmayo. Por ejemplo, una vez me tiré de una planta de mango, con el fin de desmayarme como lo hacían las chica en las novelas. No obstante, fracasé… sí obtuve un chichón tremendo en plena frente, y el lamento de mis abuelos: “¿Calunchi qué estabas haciendo?”, seguido de expresiones en alemán. Pues en la casa la gente grande hablaba en alemán. A mí no me quisieron enseñar porque pensaban que sería un inconveniente en mis procesos de aprendizajes escolares. Muchos sostienen que no me sería difícil aprender ese idioma porque está imantado en mi inconsciente. No lo sé. Estuve mucho tiempo peleada con mi cepa alemana.
Mi abuelo Enrique falleció cuando yo tenía ocho años. Todo lo que recuerdo de ese hombre está rodeado de amor y mucha paciencia. Recuerdo que mi abuelo me escuchaba atentamente, era un hombre flaco, elegante, sencillo, ordenado. Con él tomé mis primeros mates, lavados, y con azúcar. Sentado en su sillón, y yo en mi sillita roja, hablábamos mal del entonces presidente Menem. Mis abuelos eran radicales. Yo repetía que Menem esto, Menem aquello. ¡Qué sabía yo de política a los ocho años! Y le agregaba alguna palabrota en alemán (eso sí aprendí). El abuelo no me censuraba, sonreía nomás.
Tengo reminiscencia de una duda que me turbaba la mente: ¿si Menem es candidato a presidente, él se votaba a sí mismo? Para mí era inconcebible. O sea, el otro te tiene que elegir. Años más tarde perdería mi invicto de mejor compañera porque mi rival se votó a sí mismo.
Enrique fue mi héroe de la niñez. Una vez volvía de la escuela caminando. La misma quedaba a 5 km y salía un camión de tareferos. Ellos son trabajadores que cosechan la yerba mate. Yo les tenía miedo. No quería que me vieran. Pensaba que me iban a secuestrar. Entonces me quedé escondida atrás de una planta de yerba. Cayó la noche y el abuelo me encontró, acurrucada, muerta de frío y miedo.
Creo que ese muchacho con el cual empecé el relato me recuerda a mi abuelo. No quiero mostrar mi Electra tan efusivamente, pero me resulta inevitable reconocer rasgos similares entre ambos sujetos.
La muerte de Enrique nos dejó a la abuela y a mí desamparadas. No solo emocionalmente sino también económicamente.
Amanda se obsesionó con mis estudios. Pues ella creía que era lo único que me permitiría avanzar en la vida. Tanto así, que tomaba mal sus medicamentos, a medias, porque no nos alcanzaba el dinero. Vivíamos con lo justo. Ella era asmática y padecía problemas cardíacos. En ese entonces un sobrino político peronista (así de paradójica es la vida) le tramitó una pensión. Una pensión de $100 pesos al mes. Yo estudiaba en un internado, tenía buenas notas y fui becada. Trababa de cumplir sus deseos. Sufrimos mucho con la abuela. A mí me pegaban muy mal las fiestas, y le decía:
– No tenemos una familia.
Ella me consolaba y me decía con sus profundos ojos azules nublados de lágrimas: “Ay, ay, Calunchi. Nosotras dos somos una familia”. Y me prometía que cuando cobrara podríamos comprar unos gramos de salchichón primavera. Ese era el lujo que nos podíamos dar: 100 gramos de salchichón primavera al mes.
Ambas abuelas me consolaron con comidas. Arrolladitos de canela, pollo relleno, tarta de manzanas, tallarines caseros. Comida riquísima que te hacía sentir tibiecita el alma. Yo soñaba con recibirme y llevarla a mi abuela a Córdoba porque decían que es el mejor lugar para los asmáticos. Fantaseaba con que mi abuela fuera eterna y estuviera bien. Y un día yo le daría la familia que nos hacía falta, un hombre bueno como el abuelo y tres bisnietos saludables y felices. Íbamos a tener una casa grande, nunca más pasaríamos hambre, ni frío, ni miserias, ni enfermedades, ni soledades, ni abandonos… No pudo ser…
Mi abuelita murió una semana después de que yo cumpliera los diecisiete. Estaba internada y se despertó un tres de junio para decirme: “Feliz cumpleaños, Calunchi”. Nunca en la vida sentí tanto dolor. Yo era una adolescente retobada, a veces le contestaba de manera poco gentil y daba portazos, de los cuales me arrepiento. Pero la muerte es otra cosa… Ese padecimiento de perderlo todo. No solo se iba para siempre mi abuela, también mi madre, mi padre, mi compañera, mi familia. Perdí a la persona que más me amó y creyó en mí.
Después de esto toman protagonismo mis abuelos maternos. Ernestina y Oscar descendientes de lituanos, alemanes y rusos. Una combinación explosiva. Mis abuelos maternos no tienen tanta paciencia como los paternos. Quizás ahora un poco más. Ernestina tiene ochenta años, una acuariana que en nada lo parece, y Oscar ochenta cuatro, libreano. Por él me he vuelto experta en el signo libra. Ambos colonos, trabajadores incansables. Construyeron sus vidas y su patrimonio a través de mucho esfuerzo.
Mi abuela materna es pragmática, nunca le han gustado mucho ni los niños ni los animales. Los bichos son para comer. He aquí el escándalo ante su nieta (soy la mayor de lado materno) cuasi vegetariana.
Ernestina nació en Campo Grande, Misiones. Se crió sin papá. Murió cuando ella tenía doce años. Ella cuidó obligatoriamente a muchos sobrinos desde muy pequeña, creo que eso signó su poca onda para con los infantes. También fue modista.
La oma me instruyó para ser una mujer fuerte, autosuficiente, peleadora. Mi temple paterno tan noble y amable siempre esconde a una vikinga en llamas. Gentileza de los genes maternos. Me enseñó a trabajar para ganarme mi dinero y tener mis ahorros. Cultivar hortalizas en la huerta, ordeñar vacas, embotellar la leche para venderla, limpiar la casa.
La abuela siempre te recompensa si cumplís con un trabajo. Es intachable con la plata. Su universo era muy machista, si ella hubiera hecho libremente las negociaciones en el hogar seguro hubiera incrementado el capital familiar. En mi adolescencia a veces no nos llevábamos bien. Ella tenía pavor que me quedara embarazada. Pensaba que era muy confianzuda y de poco carácter. Nunca estuvo de acuerdo que viajara a estudiar a la capital de la provincia. Hoy la entiendo. Tenía miedo. Era y es difícil para esta mujer expresar sus sentimientos. La he visto llorar de bronca, de indignación, pero de tristeza, nunca. Dice que no puede. No da más explicaciones. Sólo eso, no puede.
Ernestina maneja unas sentencias discursivas que dan miedo:
– “La separación, cuando te casas, es con la muerte”.
Imagínense vivió con ese mantra desde que nació y su única hija, mi madre, se separó y huyó con otro hombre… Mi abuelo Oscar nació en Bonpland, Misiones. Él camina de lunes a sábado tres kilómetros para trabajar durante las mañanas en su chacra. Cultiva mandioca, maíz, batatas, verduras. Y siempre regala a las visitas todas esas delicias comestibles. Delgado, tranquilo, y fuerte. Su espalda es tan derecha que hasta a mi profesora de yoga le daría envidia. Le encanta juntar cosas de la calle porque todo puede servir para algo.
Nosotros le retamos por eso, pero no nos hace mucho caso. Hace lo que se le canta la gana. La testarudez es su marca registrada. Él me enseñó a leer con la Biblia. Es un hombre muy creyente, serio, trabajador, intachable en sus acciones y solitario. Le gusta mucho pasar tiempo solo haciendo sus trabajos a su ritmo y estilo. Siempre anda preocupado por la familia. Aun enfermo siempre le va a preguntar cómo está. Yo lo vi llorar dos veces en mi vida, y la angustia que tuve fue tan grande que preferiría morir azotada antes de volver a verlo triste. La primera vez, tras una pelea que tuve con la abuela. Me fui al potrero a llorar de rabia y me lo encontré.
Me vio tan enojada que trató de consolarme. La segunda ocasión en una conversación durante el almuerzo. Cuando se acordó de su hermano fallecido. Al parecer su muerte fue provocada, nunca se esclareció del todo las causas de su deceso. El abuelo es una persona muy sensible aunque parezca tosco. Sus tristezas siempre giran en torno a la familia. Me gusta mucho escucharlo. Tiene historias muy interesantes, con detalles muy nítidos. Tomar un mate lavado, tibio, y amargo como son los suyos, hechos con yerba de la cooperativa del lugar. El abuelo es fanático en apoyar a las producciones locales. No concibe el fanfarroneo o el alarde en su existencia. El simplemente hace. La acción, el pragmatismo, nada de cháchara.
Yo le llevé jengibre y enloqueció, pues no conocía la plantita. Suele mezclar la raíz con otros yuyos que prepara en una pava sagrada que nadie se atreve a tocar. Hace un tiempo me regaló el retrato del casamiento de sus padres. ¿Me presiona para la reproducción del legado familiar mediante ese gesto? No lo sé.
Ya sé que algunos se preguntarán: ¿dónde están los padres de esta chica? Pues viviendo tranquilamente sus vidas. A mí siempre me faltaron. Mis abuelos, mis tíos, y tías que me han apoyado en momentos de zozobra, me educaron y mimaron. Pero siempre me hicieron falta mis padres.
¿Mis abuelos los eclipsaron? Puede ser. Me ha llevado muchos años de terapias convivir con el abandono. Creo que el abandono de los padres es una herida emocional muy grande. Uno se culpa mucho de no ser elegido. Es difícil la relación con ellos. Con mi papá menos. Él tiene una personalidad amigable, y fue más homogéneo en sus acciones con todos sus hijos, y estuvo presente en mi vida a su manera. Me cuesta más con mi mamá. Porque yo veía cómo cuidaba a mis hermanos. Tengo muchos hermanos tanto de parte paterna como materna. Y me culpaba de su rechazo: me dejó porque no tengo los ojos claros, no me quiere porque soy gordita, o tengo los dientes con caries.
Años me llevó entender que no tengo que ser, parecer o hacer algo, simplemente no hay onda, no hay amor ni responsabilidad. Mientras ,mis abuelos y abuelas se me cuelan en todos mis accionares. En la ficción o en la vida real. Yo he construido mi identidad con ellos ya sea por asimilación o por oposición. Soy un perro verde en la familia, como suele denominarme una amiga, perro verde sí, más extraña aún que la oveja negra. Y ¿saben qué? Me gusto así. Le doy color al paisaje. Trato de agradecer a mis abuelos dando a quienes me cruzo en la vida un poco de amor, ternura y buen humor. Creo en las devoluciones de aquello que reconforta y hace bien. Por lo menos es la convicción que me me mantiene alerta y con ganas de vivir.
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Carina Noemberg (1987) Nació en Aristóbulo del Valle, Misiones. Actriz, Profesora y Licenciada en Letras. Ejerce la docencia en colegios secundarios y en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales (Posadas, Misiones). Forma parte de dos grupos de teatro independiente: Estado Beta y Odeón. Integrante de la Colectiva de Autoras del NEA. Ha participado con obras dramáticas en dos antologías: Palabras de Mujer y Seis Textos de Autoras del NEA. Fue premiada por el Instituto Nacional del Teatro con el ensayo “Las configuraciones y singularidades del teatro en la escuela media”. Edición: 20 años de Teatro Social en la Argentina.